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viernes, 3 de mayo de 2013

Dulce de higo

- Veriito querida ¿te gustó el dulce que te mandé con tu mamá?
Silencio.  Tardo unos segundos en darme cuenta. 
-Sí, riquísimo abue. Igual no me mandes más. Todavía tengo dos de la última vez que viajé.
Siempre hace dulce y siempre me da dos frascos para traerme a La Plata. La mayoría de las veces los dejo allá. Cuando viajo a mi pueblo, ya sea por tres días o dos meses, armo un bolso enorme. Llevo este pantalón de más por las dudas, todas las remeras por si hace calor, abrigo por si hace frío, dos o tres libros porque depende el humor, y así termino cargando un bulto ridículo. A la vuelta, siempre hay alguna cosa que encuentro y creo necesitar, entonces vuelvo peor de cómo me fui. Por eso dejo el dulce. Por eso y porque sí. Mi mamá debe haber pensado lo mismo cuando mi abuela le dio el frasco, adivino.
-Verito ahora te voy a mandar un frasco de dulce de higo.
-No me gustan los higos abue.
-¿Y qué tiene que ver? Yo te voy a mandar…
-¿Cómo que tiene que ver? Te estoy diciendo que no me gustan los higos. Nunca me gustaron.
-Pero Verito son higos en almíbar. Son riquísimos. Yo te voy a mandar dos. Ahora estoy esperando que Lidia me traiga más frascos.

La dejo hablar sin intervenir porque mi cuota de impaciencia está completa y le voy a terminar gritando a mi abuela de 88 años por teléfono. El tema de los higos es complicado. En el patio de su casa tiene una planta cuatro o cinco años más grande que yo. Mi abuela nunca retuvo que odio esa fruta en forma de gota, áspera y pegajosa. Habremos tenido esta conversación tantas veces: “Comé Verito comé” “No me gustan los higos” “¿En serio? No sabía”.  Miles de veces.
Sigue hablándome parada en el living de su casa a mil kilómetros de distancia. Del almíbar y de los frascos. Yo enrosco el cable del teléfono con el dedo. Lo desenrosco. Pongo los ojos en blanco, hago caras y espero. Si antes no lo retuvo ahora menos, pienso. Desde hace unos años le cuesta entender, se queda patinando y repite. Repite mil veces las mismas cosas, las mismas anécdotas, las mismas preguntas, los mismos recuerdos.
-Te armo la encomienda y te los mando, sabés Verito.
-No me gus-tan los hi-gos abuela.
-¡Ah! ¿En serio? ¡No sabía Verito!

La mayoría de las veces me encanta que me llame. A ella le gusta mandar mensajes de texto desde su Nokia del año del pedo. Todos los sábados escribe para desearme un “feliz domingo”. No sé de dónde lo sacó pero se hizo una costumbre.  El celular se lo regalaron mis tíos cuando cumplió 82.  Se le puso en la cabeza que lo necesitaba para estar más segura; por si le pasaba algo en la casa, por si le pasaba algo en la calle, por si se cruzaba con algún delincuente. Desde que enviudó se volvió temerosa. Costó sudor y salud mental que aprendiera a usarlo pero aprendió. A mí no me gustan los mensajes. Siempre dicen lo mismo y yo siempre le respondo lo mismo. Me parecen tediosos. Prefiero escucharle su vos desafinada y chillona alargando la i en mi nombre. Me gustan nuestras rutinas: yo siempre le digo que es la abuela más linda del mundo y ella me responde lo mismo pero en versión nieta. Me gusta cómo nos despedimos. Lo hacemos así desde que tengo uso de razón. Lo hacemos hoy después de los higos, los frascos y el almíbar.
-Te quiero hasta el cielo ida y vuelta Verito.
-Te quiero hasta el cielo ida y vuelta abuela.