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martes, 11 de junio de 2013

Roxana


Roxana sale de su casa se sube a la bicicleta y atraviesa la calle. Cuando llega a la esquina ve a una vecina pegándole con una varilla de fibra a su hija. La nena llora a los gritos, tiene las piernas y la espalda desnudas, está llena de surcos de sangre. Roxana se baja de la bicicleta. Siente asco.
-  ¿Qué te pasó?- le grita a la madre. La conoce porque los maridos de ambas son amigos.
Perdió la plata esta hija de puta- la hija de puta tiene 4 años y su mamá la está reventando a varillasos porque perdió los cien pesos que le dieron para ir a comprar pan.
- La hija de puta sos vos. Por andar encamada con el macho mandaste a la criatura- Roxana siente como la bronca le sube del estómago a la cabeza.  No es la primera vez que ve esa escena. A ella su mamá la maltrató hasta que decidió irse de la casa. Pero ese día se quería sacar el asco que le daban todas – Dejá de estar encamada con tu macho y atendé la casa y a tus hijos. Si tu marido está trabajando para darte de comer a vos... jodete si tu hija te perdió la plata.
- ¿Y vos que te metés?
No fue una pelea limpia: la otra se tiró al piso tratando de evitar los golpes, pero no respondió. Esa tarde Roxana hizo justicia. Por todos esos nenes que fueron víctimas de sus madres, por ella y sus propias cicatrices.
- Así como vos le pagaste a tu hija yo te tengo que dar a vos, pero no te voy a dar con eso-  le saca la varilla que todavía tenía en la mano y la tira para atrás por encima del hombro-  te voy a dar con la mano hija de puta. Te voy a matar.
La levantó en el aire y la tiró contra la pared tantas veces que le dislocó el hombro. Le arrancó de la boca dos dientes y le dejó el ojo izquierdo en compota. En el barrio, hasta el día de hoy, la mayoría cree que la agarró una patota. 

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Y ahora qué?

Cuando estudiaba para el primer y último final que di para convertirme en Licenciada tuve una revelación. O mejor dicho, Jean Paul Sartre tuvo una revelación  y yo me topé con ella castigando a mis neuronas con filosofía. Para Sartre no existe absolutamente nada que nos determine. Las personas no tenemos condiciones biológicas, culturales, sociales, o históricas que nos definan. Somos lo que hemos decidido ser. Porque para este señor de mirada extraviada el hombre es libertad. Hasta acá estaba entretenida, pero no me convencía. Después el filósofo explica que hay tres consecuencias con las que debemos lidiar por el hecho de ser la expresión máxima de la libertad: la angustia, el desamparo y la desesperación. Nada prometedor.
La angustia es la más importante. Sartre diferencia angustia de miedo. El miedo nos surge ante un peligro concreto y nos provoca la sensación de que algo nos puede hacer daño. La angustia no.  No aparece por motivos concretos, no es provocada por algo externo. La angustia es el miedo a uno mismo. Es el pánico que nos provoca decidir y las consecuencias de esas decisiones. En resumen, cuando nos damos cuenta de que somos libres, nos angustiamos.
Listo. Ahí fue cuando me convenció. Durante meses me sentí al borde de la desesperación porque no tenía idea de qué hacer con mi futuro. A un paso de recibirme de Licenciada, me atormentaba la misma pregunta ¿y ahora qué? Y  más preguntas ¿Qué se supone que haga?, ¿Me quedo acá o me vuelvo a mi pueblo? ¿Y si no consigo trabajo? ¿Y si consigo, pero no es de lo mío, de lo que estudié, de lo que me apasiona? ¿Y si consigo de lo que me apasiona y no soy buena? Pensar con miedo. Pensar por miedo.
Y ahora qué. No sé. ¿Soy la persona que quisiera ser, que pensaba ser, que podría ser? Cada decisión, cada acción, cada omisión me va a convertir en alguien que un día va a mirar para atrás y puede pensar: “bien, lo hiciste bien”… o no.  
Angustia.
Sartre seguía: La angustia aparece al sentir­nos responsables radicales de nuestra propia existencia. Cuando entendemos que somos libres tenemos que asumir  que lo que somos y lo que vamos a ser depende sólo de nosotros mismos. No hay excusas, no hay culpables. El éxito o el fracaso son nuestra responsabilidad. Atrás quedaron los tiempos en los que mamá decidía por mí  que fuera a la escuela, que volviera a casa antes de las 12, que ayudara a limpiar los sábados.  Atrás quedaron mis imploraciones por irme a estudiar, a vivir sola, por ser libre.  Atrás quedó todo eso y un cartel luminoso me grita en la cara ¿Y ahora qué?
Quiero ser una persona extraordinaria y todos los días vivo ordinariamente. Cada día me atormenta la pregunta de si estaré haciendo lo necesario ¿Estoy corriendo atrás de mis sueños y ambiciones o estoy parada en una esquina mirando para todos lados, asustada, paralizada? Tengo 25 años y  me sobreviene la sensación de estar desperdiciando cada día de mi vida. Desechando con desprecio cada segundo en el que se supone debería estar convirtiéndome en  alguien… ¿en aquello que debería ser? Después de todo Messi a los 22 años era el mejor jugador del mundo.
Jean Paul Sartre diagnosticaba también el desamparo. Cuando decidimos, decidimos solos con nuestra alma. No hay forma de escapar. Tenemos que elegir, siempre. Incluso abstenernos es una decisión. Nadie nos puede rescatar y hacerlo por nosotros. No cabe refugiarse en la excusa de la fuerza de una pasión, o de la presión de una circunstancia o de la autoridad. Somos libres, estamos condenados.
Muchas veces discutí con “adultos” de la generación que nos precede sobre los desafíos de ser los jóvenes del nuevo milenio. La mayoría tiene otra visión. Desde su punto de vista somos privilegiados, tenemos un mundo servido en bandeja en el que podemos decidir qué, cómo, dónde estudiar. Podemos elegir nuestro futuro de una forma que su generación nunca pudo. Y ahí está la trampa. Elegir.
Suena a “te quejás de llena”. Pero cada vez que hablo con alguien de mi edad escuchó los mismos relatos repetidos, las mismas angustias. Para la generación de mi mamá el futuro traía consigo algunas certezas: no podés irte a vivir solo si no te casás, no podés ir a estudiar a la universidad, vas a trabajar de lo primero que consigas. A mi edad mi mamá trabajaba en la empresa en la que ya lleva casi treinta años, estaba divorciada, y criaba sola a su hija.  Cuando elegimos, lo hacemos con las historias de nuestros padres a cuestas, con sus expectativas y sus sueños hechos realidad en nosotros.  Cargamos en nuestra espalda con la responsabilidad de contar con todas los privilegios para elegir bien. ¿Y si elegimos mal?
Por último, Sartre sentencia que la libertad es desesperación. Sí o sí debemos comprometernos con algo, debemos elegir nuestro ser y nos puede ir mal. Las cosas no nos salen por el simple hecho de habernos propuesto hacerlas. Sólo contamos con lo que depende de nuestra voluntad, pero el mundo no necesariamente se acomoda a nuestros deseos. Puede fallar.
El 31 de diciembre del 2012 hice un balance sobre el año que pasaba y las expectativas para este 2013. Me preguntaba que podía sacar en limpio de tantas preguntas, miedos y expectativas: “Fue un buen año. En el 2012 pasaron cosas, muchísimas cosas y que las cosas sucedan es lo que uno espera.” 
Una vida, la vida, son tantas cosas. El lugar, los sueños, el amor, los proyectos, los amigos, la familia. Cambian con el tiempo, cambian conmigo. Por ahí la pregunta no es ¿en dónde tengo que estar? o ¿quién quiero ser? La pregunta es ¿cómo? Construir, apostar, aguantar, desear, hacer, aprender, disfrutar, confiar. 
También hice suposiciones sobre este año, que esa noche cuando me senté a monologar conmigo misma recién empezaba, y puse algo que me sigue dando vueltas como una predicción: “Se lo que espero pero confío en todo lo que no espero.” El tiempo me demostró que a veces las elecciones no funcionan como una cuenta matemática: elijo blanco y tengo blanco. Nuestra voluntad debe estar enfocada, debemos saber qué es lo que queremos y arrojarnos al mundo en esa dirección y las cosas suceden. No como planeamos, pero a veces lo que no planeamos es mucho mejor.


Walt Whitman dice en uno de sus poemas “disfruta del pánico que te provoca tener la vida por delante”. Lo estoy intentando.

viernes, 3 de mayo de 2013

Dulce de higo

- Veriito querida ¿te gustó el dulce que te mandé con tu mamá?
Silencio.  Tardo unos segundos en darme cuenta. 
-Sí, riquísimo abue. Igual no me mandes más. Todavía tengo dos de la última vez que viajé.
Siempre hace dulce y siempre me da dos frascos para traerme a La Plata. La mayoría de las veces los dejo allá. Cuando viajo a mi pueblo, ya sea por tres días o dos meses, armo un bolso enorme. Llevo este pantalón de más por las dudas, todas las remeras por si hace calor, abrigo por si hace frío, dos o tres libros porque depende el humor, y así termino cargando un bulto ridículo. A la vuelta, siempre hay alguna cosa que encuentro y creo necesitar, entonces vuelvo peor de cómo me fui. Por eso dejo el dulce. Por eso y porque sí. Mi mamá debe haber pensado lo mismo cuando mi abuela le dio el frasco, adivino.
-Verito ahora te voy a mandar un frasco de dulce de higo.
-No me gustan los higos abue.
-¿Y qué tiene que ver? Yo te voy a mandar…
-¿Cómo que tiene que ver? Te estoy diciendo que no me gustan los higos. Nunca me gustaron.
-Pero Verito son higos en almíbar. Son riquísimos. Yo te voy a mandar dos. Ahora estoy esperando que Lidia me traiga más frascos.

La dejo hablar sin intervenir porque mi cuota de impaciencia está completa y le voy a terminar gritando a mi abuela de 88 años por teléfono. El tema de los higos es complicado. En el patio de su casa tiene una planta cuatro o cinco años más grande que yo. Mi abuela nunca retuvo que odio esa fruta en forma de gota, áspera y pegajosa. Habremos tenido esta conversación tantas veces: “Comé Verito comé” “No me gustan los higos” “¿En serio? No sabía”.  Miles de veces.
Sigue hablándome parada en el living de su casa a mil kilómetros de distancia. Del almíbar y de los frascos. Yo enrosco el cable del teléfono con el dedo. Lo desenrosco. Pongo los ojos en blanco, hago caras y espero. Si antes no lo retuvo ahora menos, pienso. Desde hace unos años le cuesta entender, se queda patinando y repite. Repite mil veces las mismas cosas, las mismas anécdotas, las mismas preguntas, los mismos recuerdos.
-Te armo la encomienda y te los mando, sabés Verito.
-No me gus-tan los hi-gos abuela.
-¡Ah! ¿En serio? ¡No sabía Verito!

La mayoría de las veces me encanta que me llame. A ella le gusta mandar mensajes de texto desde su Nokia del año del pedo. Todos los sábados escribe para desearme un “feliz domingo”. No sé de dónde lo sacó pero se hizo una costumbre.  El celular se lo regalaron mis tíos cuando cumplió 82.  Se le puso en la cabeza que lo necesitaba para estar más segura; por si le pasaba algo en la casa, por si le pasaba algo en la calle, por si se cruzaba con algún delincuente. Desde que enviudó se volvió temerosa. Costó sudor y salud mental que aprendiera a usarlo pero aprendió. A mí no me gustan los mensajes. Siempre dicen lo mismo y yo siempre le respondo lo mismo. Me parecen tediosos. Prefiero escucharle su vos desafinada y chillona alargando la i en mi nombre. Me gustan nuestras rutinas: yo siempre le digo que es la abuela más linda del mundo y ella me responde lo mismo pero en versión nieta. Me gusta cómo nos despedimos. Lo hacemos así desde que tengo uso de razón. Lo hacemos hoy después de los higos, los frascos y el almíbar.
-Te quiero hasta el cielo ida y vuelta Verito.
-Te quiero hasta el cielo ida y vuelta abuela.

sábado, 27 de abril de 2013

Tratar de volver


El 2 de abril iba a escribir sobre Malvinas, entonces pasó lo impensado. Escribí sobre la inundación. Me levanté pensando en la guerra. Antes de salir me puse un collar que me regaló mi papá. Es un cordón negro del que cuelga un circulo con la imagen de las islas. Están hechas en plástico amarillo: una imitación imposible del oro. Lo tengo colgado en mi casa, pero ese día lo llevé en el cuello como un talismán. Por algún motivo presentí que iba a necesitar algo que me proteja.O eso es lo que pienso ahora. También me puse un sweater azul con dos parches en los codos, una de las pocas cosas que le llegó a los soldados en 1982.
Para mí Malvinas no es soberanía, no es hecho histórico, no es diplomacia. No es Tatcher ni Galtieri. Al menos no es sólo eso. Para mí Malvinas es pérdida. 
Pienso en los pibes enterrados debajo de las cruces blancas, una igual a la otra; sumatoria de vidas robadas, amontonadas, indescifrables  Pienso en los pibes que volvieron heridos en el cuerpo y en el alma. Y pienso en los hombres que todos los días se aferran a la vida y tratan de volver.


Tenía 17 años cuando su documento salió sorteado para hacer el servicio militar. Le dieron la noticia cuando volvió de tomarse una coca con los chicos del barrio, ese día su equipo ganó. Mi abuela lloró tanto que él sintió la necesidad de parecer despreocupado. Igual, esperó la partida con un nudo en la garganta.
Estuvo dos meses cocinándoles a los Oficiales. Para una fiesta le tocó hacer panqueques; servía uno y se comían uno. Vació un pote de 5 kilos de dulce de leche. Durante  dos meses se levantó de noche,  resistió el esfuerzo físico, los gritos, la rigidez y aceptó en silencio las humillaciones como si fueran necesarias. Su cabeza ya no era su cabeza: faltaban esos rulos enloquecidos que antes peinaba con un poco de agua. Le dieron un arma, no le enseñaron a matar. Eso lo aprendió después. Después los subieron a todos a un Hércules, no les explicaron a dónde iban ni para qué. Cuando aterrizaron en Río Gallegos, supo.
Mi papá volvió. Por eso yo escribo esto, 31 años después. Su cuerpo entero, volvió. Mi abuela lo abrazó. Mi abuelo le dio una palmada silenciosa en la espalda. Mi mamá lo conoció y se casó. Su cuerpo entero volvió. Él no.
A veces intento imaginármelo. ¿Qué hubiera sentido yo a los 17 años  disparando un cañón para bajar aviones? Mis preocupaciones a esa edad eran las peleas con mi mamá, el amor no correspondido y decidir qué iba a estudiar en la Universidad.
Cuando mi papá volvió de Malvinas se despertaba llorando o gritando. No podía comer carne. Todos los ruidos lo sobresaltaban. No habló con nadie de lo que vivió allá. Y de a poco dejó de hablar de todo. Se encerró en sus recuerdos. Una muralla lo separó de nosotros, los que no habíamos visto, los que no habíamos sentido.
Es una buena persona y un mal padre. Creo que nunca supo y nunca pudo ser otra cosa.  Mil veces quise entender por qué no estuvo cuando yo necesité que estuviera. Fue más difícil en la infancia. Mi razonamiento consistía en que por algún motivo, que seguro tenía que ver conmigo, no me quería. Cuando uno es chico piensa que los padres tienen que amarnos por el simple hecho de ser nuestros padres. Cuando uno es chico piensa que los padres son superhéroes, incapaces de equivocación, incapaces de maldad. 
Nunca pasé una navidad, un año nuevo, un cumpleaños, un día del padre, unas vacaciones con él. No me enseñó a manejar, a pescar,  a defenderme de los chicos malos. No conozco a la mujer con la que lleva casado 20 años. Nunca fui a su casa. Me enteré de la muerte de mi abuela porque una prima me mandó un mensaje al celular que decía ¿te enteraste que murió la abuela?
Unos días después de ese mensaje lo vi. Charlamos una hora, tomamos mates y me habló de Malvinas.  
-          Ya van a hacer 29 años. Cómo pasa el tiempo, parece que fue ayer.
De ese día hace dos años, no lo vi más. Le mandé algunos mensajes pero no me respondió. Mi papá es una buena persona.  Un hombre que adivino genial y no pude empezar a  conocer. Un hombre al que me parezco como no me parezco a nadie más. Un hombre que todos los días trata de volver. 

viernes, 5 de abril de 2013

Oscuridad y agua


El martes 2 de abril a las seis y cuarto el tren pasó por Tolosa. Antes me había tomado el 143, en un barrio de Capital. Había bajado en Constitución para hacer el último viaje del día a La Plata.
A las seis y cuarto el tren pasa por Tolosa,  en ese momento salgo de mi letargo. Dejo de escuchar la música  a través de los auriculares, abandono la posición de desparrame sobre el asiento.  Me enderezo de golpe y pego la nariz a la ventana como intentando ver más allá de lo posible. Detrás del vidrio las calles son ríos; no hay casas hay techos. Las casillas al borde del arroyo parecen a punto de ser arrancadas de la tierra. Después, oscuridad y agua. Dos asientos más adelante una señora se da vuelta, me mira y mueve los labios como si me estuviera hablando. Me está hablando, pero yo tengo los auriculares puestos. Me los saco y alcanzo a escuchar la pregunta a medias.
-¿… así siempre en La Plata?
-No, no, no sé. La verdad que no sé.
Sigo atontada. Sí sé. No, no llueve así siempre en La Plata. No llueve así siempre en ningún lado.
Cuando el tren llega a destino la gente titubea, se agrupa en las puertas pero no baja. Una señora mayor le pide a su marido que espere, que se siente, “que ella se va a fijar primero”. Esquivo a todos apurada y corro por por el anden. Desde el techo retumba un sonido uniforme y constante. En la entrada lateral de la estación otra vez gente amontonada mirando el agua. Arriba, abajo, cae, corre, se escurre, gotea. Los esquivo y cruzo la avenida desierta hasta la parada del colectivo; el paraguas se retuerce sobre mi cabeza. El cuello se me entumece.
Espero junto a unas veinte personas. Escucho y empiezo a enterarme.  Está lloviendo así desde las cuatro de la tarde, sin pausa. Los colectivos no pasan. No hay luz. No va a parar más. Algunos se cansan de esperar y caminan. Yo ya estoy empapada, tengo frío y también me cansé de esperar. Miro y veo oscuridad y agua, oscuridad y agua. Me da miedo irme, pero empiezo a caminar despacio, dudando. Miro para atrás varias veces. Me apuro. 
Hago tres cuadras, entré en calor de nuevo. Silencio. Cinco cuadras, el agua sale violenta por los caños de las casas, algunos están a la altura de mi cabeza. Algo salta de una pared, no lo veo bien.  Pienso que es una rata, grito y apuro el paso. Diez cuadras, estoy cerca. El agua me llega a las rodillas. Doce cuadras, para mi casa faltan tres. El agua me llega a la cintura y la calle se convirtió en un río que corre hacia la derecha. Dos autos fueron arrastrados contra un árbol, enfrente un contenedor se bambolea. Una señora espera, sola, en la escalera de un supermercado. Un  chico en malla se acaba de bajar de la caja de una camioneta y busca algo con la mirada. Un hombre habla con el kiosquero que se asoma por una ventanita. Yo paso por delante de todos ellos intentando encontrar un lugar para cruzar. Camino en contra de la corriente: en ese momento me parece más seguro buscar otra esquina con menos agua. Hago media cuadra y no puedo más, las piernas me tiemblan, adelante no veo nada. Vuelvo sobre mis pasos. Me paro otra vez en frente de la correntada, la miro. No sé qué hacer.
Mi mamá está a mil kilómetros mirando el noticiero, me mandó un mensaje hace rato preguntándome dónde estaba. Le dije a tres cuadras. Otro mensaje, una amiga me pregunta si ya llegué. Vuelvo para atrás e intento  por otro camino. Esta vez puedo cruzar, pisando con cuidado, con precisión, ordenándole a todos los músculos que se preparen para aguantar. Al llegar a la esquina tengo que tener cuidado, levantar un pie requiere de mucho equilibrio; trastabillo pero hago fuerza y avanzo. Solo veo unos metros delante de mí, el resto es una pantalla negra. Estoy a dos cuadras. Una voz me habla, levanto la cabeza y veo varias sombras resguardadas en la entrada de un banco. Un hombre señala la vereda y me advierte.
- Guarda, creo que ahí se levantó una tapa.
Paso bien cerca del puestito amarillo de diarios y revistas.  Cuando llego a la esquina veo un remolino: la tapa levantada. Me agarro de las chapas de una obra en construcción y paso despacio. Una cuadra. Llego a mi casa.

El miércoles a las 11 de la mañana me entero de los muertos. En ese momento son 25. Un taxista me cuenta  que dos se murieron a la vuelta de mi casa, ahogados por la corriente de agua. Antes, conseguí hablar con mi madre, gracias al teléfono fijo. Le rogué desesperada que me explique. Que busque alguna noticia de la Ciudad y me diga qué pasa afuera de mi casa porque no tengo luz, no tengo plata para comprar el diario y el celular se quedó sin batería. Ella me lo cuenta todo, menos los muertos. El miércoles me asusto en retrospectiva, me doy cuenta que podría no haber llegado a mi casa. A la noche ya escuché muchas historias para saber que yo la saqué barata. 

En La Plata,  el martes 2 de abril la lluvia golpeó todo como una maza. Dicen que llovieron casi cuatrocientos milímetros en cinco horas, cuando el promedio es de setenta en un mes. 51 muertos, según la cifra oficial, pero se esperan muchos más. Cuatrocientas personas duermen amontonados en centros de evacuados.En algunos lugares el agua llegó a los dos metros de altura y la gente buscó refugio arriba de los techos, donde pasaron la noche. O atrapados en sus autos hasta que amaneció y bajó el agua. Otros se ahogaron adentro de sus casas, de sus autos, en el medio de la calle, tratando de salvar a alguien.  Es difícil explicar lo que se impregna en uno. Tres días después, con luz, sin lluvia, con imágenes, sin nubes, con relatos por todos lados, no hay razonamiento posible. La ciudad todavía está en silencio.  

miércoles, 27 de marzo de 2013

Yo me quiero ir

Mabel vive en una villa y se quiere ir. Tiene 33 años, y dos hijos que manda a un colegio privado esperando que ellos tengan otra suerte. Nació en Chaco, vivió unos años en Paraguay, el país natal de su padre y antes de terminar la primaria aterrizó en una villa en plena Capital Federal. Se crió entre pasillos angostos rodeada de yengas de cemento.
Cuando nos conocimos la escuché decir una docena de veces "sistema".  Ese es el enemigo, tan cotidiano y tan inabarcable. El sistema es la escuela pública que está pegada a la villa, en la que los chicos aprenden a veces a leer y a escribir, a veces. El sistema es la política que te pasa por encima porque cree que sos ignorante. El sistema es el que te niega el trabajo por ser villero. El sistema es la fiscalía, la policía, el centro de salud, y todos las instituciones que el Estado instala a dos cuadras de tu casa y que nunca te resolvieron ningún problema. El sistema es el que te niega la información. El sistema es el que hace que te resignes a convivir con los transas del barrio porque, "si se van ellos van a venir otros".
- El sistema no te deja salir de acá. Yo trato de hablarles a mis hijos sobre el mundo que hay afuera de la villa. Les digo que ellos tienen que salir. Hay chicos del barrio que no conocen Plaza de Mayo.
Yo me entusiasmo, y le digo que es importante que ella aliente a sus hijos, que les hable de otras realidades.
- Sí, pero ellos después abren la ventana y me dicen ¿dónde está todo eso que me contaste? No me creen, si lo que ven todos los días es otra cosa.
Charlamos mientras ella me hace un tour por el barrio, esquivando a medias los charcos. Habla rápido y claro, pasando de las historias de la villa a la suya. Llegamos al  fondo, ahí viven los más pobres de los pobres. Me dice que no entremos porque los pasillos son tan angostos y están tan enredados que nos vamos a perder. Esas familias se instalaron con la última toma.
-Ahí ves la famosa avivada argentina- me dice Mabel mientras bordeamos las casas- estos terrenos los tomaron los argentinos, después se los vendieron a los bolivianos y se fueron. 
Subimos a un puente que atraviesa la autopista y vemos la villa desde arriba. Es una maraña de construcciones que se elevan y se mezclan con los cables y las chapas. Entre la puerta de una casa y la ventana de la vecina de enfrente habrá menos de un metro. Parece un laberinto de cosas y personas. Mabel me confiesa que casi nunca viene para el fondo porque le da mucha tristeza. Lo que ve es su peor pesadilla, el miedo de terminar entre los más pobres de los pobres. 
Bajamos hasta el borde de la ruta, los camiones pasan tan cerca que nos despeinan. Le pregunto por los bloques de departamentos nuevos que hay del otro lado. 
-Yo nunca invertiría en esos departamentos. ¿Para qué? Seguís estando en el medio de una villa, es lo mismo. Yo mi casa la tengo bien, vivimos cómodos, pero nada más.
-¿Si invirtieras en tu casa eso significaría que no te vas a ir más de acá?
- ¡Claro! Y yo me quiero ir, algún día me voy a ir. 

martes, 26 de marzo de 2013

Dónde nacés, dónde te crías, dónde vivís

Una cosa es entender desde la lógica, que seguramente todos tenemos, de qué se trata la pobreza. Sabemos que la gente pobre vive mal, sin trabajo, sin un lugar digno para vivir, sin la certeza de poder alimentarse y alimentar a sus hijos. Sabemos muchas cosas, vemos muchas cosas, quizás tantas que ya no nos sorprende.  Y a veces somos capaces de entender. Pero entender no es lo mismo que vivirlo.  Ponerse en el lugar del otro, intentar ver a través de sus ojos, puede ser una intención  pero siempre será inacabada.
Yo tuve la suerte de criarme en una familia de clase media que pudo, por ejemplo, mandarme a una ciudad a mil kilómetros de distancia a estudiar. Sin embargo, por esas elecciones que uno toma sin saber en el momento lo que significan me encontré con experiencias que me pusieron a prueba. Yo creí que entendía, yo creía que sabía, pero la realidad me superó.
Cuando me vine a estudiar a esta gran ciudad descubrí que acá los pobres ya son parte del paisaje: en sus carros, durmiendo en las veredas, pidiendo una moneda.  Cuando era chica viaje por primera vez a Buenos Aires, estaba con mi mamá en un subte y de pronto una nena, que tendría mi edad, pasó repartiendo tarjetitas a cambio de monedas.  Estaba en patas, flaca, sucia. Estaba sola. Nos miramos a los ojos, pero ella me vio sin verme. Su mirada se había desconectado de la realidad. Sus movimientos eran reflejos, autómatas. En ese momento no entendí, pero me angustié  tanto que decidí que nunca más me subiría a un subte.  
Al tiempo de vivir en esta ciudad me convertí en voluntaria en una ONG que trabaja en asentamientos y villas. Así los conocí. Lejos de mi familia, hija única, de repente encontré una mamá adoptiva, cinco hermanos y un amor que ni siquiera hoy entiendo cómo pudo ser: tan rápido y tan intenso. La cosa es que nos conocimos y nos quisimos.
No fue la primera vez que me quedé a dormir en su casa, en pleno conurbano bonaerense. Pero siempre había ido en verano. Las primeras visitas fueron felices, porque uno se las ingenia para no ver lo que le duele. Pero una noche de invierno, recuerdo que me acosté con las nenas, Celi de 9 y Cata de 6, en una cama grande. No pude dormir. Nunca me había pasado: temblar la noche entera, la nariz congelada, y los músculos acalambrados. Me enrosqué entre las sábanas heladas, di vueltas tratando de encontrar una posición en la que pudiera retener el calor de mi cuerpo, y por fin me quedé quieta con los ojos abiertos mirando el techo en la oscuridad. Lloré en silencio. Por mí, porque había pocas frazadas y demasiadas rendijas en la pared de madera que rodeaba la habitación. Llore, porque nadie se enteró que yo y esas dos nenas no podíamos dormir. Lloré, porque a pesar del amor que sentía hacia esa familia adoptiva, daba gracias por haberme criado en otro lugar. Sentí culpa de haber nacido en un mundo de camas calentitas para dormir y  platos suculentos para crecer. El amor a veces nos queda chico: porque con amor no se come, ni se tapa uno en invierno, ni se puede evitar el dolor. 
Confirmé que la justicia es una creación del hombre: la balanza, muchas veces, se inclina para un sólo lado.  Porque las personas no son pobres, como son rubias o morochas, las personas están pobres. Pienso en mi infancia, en la felicidad, los juegos, la imaginación alimentando los sueños y los deseos. Pienso en cómo fue la vida conmigo, en mis dolores y mis alegrías. Y sobre todo, me pregunto: ¿por qué? Porque yo sí y ellos no. No lo sé. Porque no soy mejor, los miro y reconozco los mismos deseos, los mismos caprichos, los mismos juegos. Tal vez la diferencia es simple: dónde nacés, dónde te crías, dónde vivís.
En el conurbano bonaerense, las lágrimas de una madre abren un surco en sus mejillas porque no puede impedir que sus hijos se enfermen, tengan frío o tengan hambre.  Esa madre tendrá que ver cómo crecen  y se llenan de impotencia, como les duele la vida. Tendrá que buscar la forma de explicarles lo inexplicable: tu vida, la que te tocó, es ésta. Porque vos no tenés lo que te mereces, tenés lo que te quedó.

viernes, 15 de marzo de 2013

Esa cobardía

"No sé si era feliz. 
Tal vez su felicidad consistía en no preguntárselo.”

La primera vez que me enamoré la llamé a mi mamá y le pedí que se sentara conmigo en el sillón verde y espantoso que teníamos en el living. Antes de hablar, me mire la punta de las zapatillas que asomaban apenas por fuera del almohadón. 
- Tengo novio.
Silencio. Las ideas se estaban acomodaban en la cabeza de mi madre.
 - ¿Quién es?
- Se llama Lucas. Pero él todavía no sabe que es mi novio. 
Listo. Ahí está la clave de lo que vendría más adelante. Tenía cinco años y no sabía que con el tiempo la situación no mejoraría.

Desde pequeña tengo voluntad de Susanita: nací para enamorarme, tener hijos y ser una más. Esa es mi profesión señores. El problema es que siempre me gustó ser esa sombra que pasaba rápido, escapando de las miradas de aquellos, los afortunados en los que depositaba mi arrolladora pasión. Soy una acechadora excepcional,  una cobarde.
Hubo un intento, leve esfuerzo, triste tentativa:

Cuando nos presentaron yo tenía 17 y él un año más. Estábamos en la casa de una conocida y me acuerdo que llevaba una campera de cuero espantosa. Lo mire y no me gustó, con el tiempo me empecé a enamorar. Así de fácil es el amor para mí. Era el chico duro, misterioso y sensible, la mezcla exacta para un buen del melodrama latinoamericano, la persona justa para la Susanita que vive en mí. Parecía que había una especie de atracción entre los dos. Pero nunca estuve segura. Cuando me animaba a pensar que el amor era correspondido, mi alter ego bajo de autoestima salía a flote para decirme  “es tu imaginación”.
Un año más tarde nos fuimos con mis amigas de viaje a una playa cercana. Él también fue y ahí me di cuenta: yo le gustaba.  Cuando volvimos al pueblo, era el día de mi cumpleaños, estábamos todos juntos bailando, riéndonos, emborrachándonos. De pronto lo agarré de la mano y lo arrastré lejos. Ahí, después de muchas vueltas le confesé todo. Fue una confesión pobre, carente de verbos, desarticulada.

 - Un día dije ¡oh Gabriel!, Gabriel, ¿Gabriel?
Con la cara tapada, muerta de vergüenza, borracha.  Mágicamente él entendió.
-A mí me pasa lo mismo.

Era la primera vez en mi vida que un amor platónico dejaba de serlo. Entré en pánico. No sabía qué hacer.Gabriel hacía dos meses que estaba de novio. Ella lo hacía sufrir y yo era una posibilidad. Me dijo que le diera tiempo, que necesitaba pensar, decidir. A la semana me dio el sí.
Dos días después se arrepintió. Me mandó un mensaje y me dijo que tenía que hablar conmigo. Había decidido volver con la novia, darle otra oportunidad, pero igualmente estaba confundido, bla, bla, bla. En realidad, casi no lo escuché. Le dije que entendía, que estaba bien, que fuéramos amigos. Un tiempo después me cuestioné seriamente el no haberlo escupido, o haberle deseado la muerte a los gritos. Hasta en las telenovelas las dejadas no reaccionaban diciendo: “está todo bien, te entiendo, no te preocupes”. Claramente estaba haciendo algo mal.
A partir de ese día mi amor por él se hizo más fuerte, yo había nacido para los amores imposibles. Me fui a estudiar a otra ciudad, mil kilómetros, doce horas de colectivo, una eternidad. Todo el mundo lo predijo: allá vas a conocer a alguien, allá te vas a olvidar. Cuatro años lo amé platónicamente, lo lloré, le dediqué insomnios, y bronca. Hasta que un día se terminó. Y entonces, escribí esto.

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En el preciso momento en que una amiga, que te vio llorarlo, que estuvo ahí en el instante exacto en el que se te rompió el corazón en unos cuantos pedazos, te dice que siente cosas por él y además te deja ver que ella tuvo mejor suerte y que él también la quiere. Cualquiera diría que en ese instante hacen ebullición un montón de sentimientos: dolor, bronca, vergüenza. Pero,cuando mi amiga me dijo que estaba protagonizando el cuento de hadas que yo había soñado para mí, no sentí nada. Mi mente estaba en blanco, mi cabeza fría. “Me lo esperaba” le dije. Era verdad esa había sido mi pesadilla más recurrente desde que ella me contó que se veían a solas, pero que eran sólo amigos. 
Por mucho que me lo esperara, la confirmación me dejó paralizada. No sé que sentir, no sé qué pensar. Primero me sobrevino una sensación de liberación. Mejor corte para este tortuoso delirio platónico no hay, pensé. También creí que podía manejar con madurez la situación, y si hacía las cosas bien podría salvar mi amistad. Todo eso pensé. Pero,¿cómo se hace para continuar con una amistad después de una cosa así? No la juzgo, porque la lógica me indica que no tengo derecho. Pero cómo hago para no odiar a la persona que se quedó con el papel  de la princesa en mí cuento de hadas. 
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Ahora, perspectiva de por medio, sé que la única culpable fui yo. Está bien, debo confesar que mi mejor amiga dejó de serlo el mismo día en que me enteré de su noviazgo. Pero nunca la culpé, en el fondo siempre supe que yo solita había elegido vivir cuatro años de amor platónico. Fue un golpe serio a mi autoestima, pero también fue un gran aprendizaje. Hasta el día de hoy mis intentos por sacar el romance del plano de las ideas y convertirlo en algo del plano de la realidad, fueron tibios e insuficientes. En mi cabeza las cosas siempre salen bien, siempre hay final feliz. Es un lugar de comodidad, ya lo sé, así es más fácil, nadie sufre, nadie pierde. No estoy orgullosa de esta cobardía, pero hace tanto tiempo que levanto la bandera de “soldado que huye sirve para otra guerra” que no sé ni cómo empezar a creerme valiente. Quedarse a resguardo en la fantasía nos protege de correr riesgos, pero también nos anula. Siempre es más fácil tener un novio que no sepa de mi existencia y menos de nuestra relación. Pero, ya no tengo cinco años, ni estoy sentada en el sillón verde y espantoso que solíamos tener en el living de mi casa. 

jueves, 7 de marzo de 2013

Hermoso infierno grande



Crecí en un pueblo chico, hermoso infierno grande. No había: shoppings, juzgados, terapias intensivas, palomas, McDonald´s, centros culturales, ni universidades. Había: dos semáforos que no andaban, un cine que no sabía de estrenos, calles de tierra, bicicletas en la vereda, dos ambulancias y muchos primos. 
Los cardos rusos eran los únicos que se atrevían a salir a la calle a la hora de la siesta. Los cardos rusos y nosotros. A pesar de estar aislados en esa tierra desconocida que se conoce como “el interior”, crecer en un pueblo fue una aventura.
A los doce años aprendí todo sobre la libertad. A esa edad empezaron las expediciones más temerarias, acompañada por esos amigos de siempre, en las que cruzamos la frontera de la cuadra del barrio para descubrir cada recoveco del pueblo. Con el sol de la siesta en los hombros, con la valentía de sentirse un explorador en un terreno desconocido pero propio, encontramos los escenarios de nuestra madurez: la primera ida al centro en bicicleta; el baldío en el que jugamos por primera vez al juego de la copa; la porción de costa deshabitada en la que nadaríamos sin la custodia de nuestros padres; la casa abandonada a la que le atribuiríamos tantas historias aterradoras; el cementerio que recorríamos de incógnito, leyendo las placas, mirando las fotos, sabiendo que ese lugar era territorio de aventuras porque la muerte era una cosa lejana; el sendero por el que caminaríamos, bordeando los campos, hasta perdernos mientras nos hacíamos entrevistas improvisadas con un grabador de casette; las primeras clases de manejo, en ese Citroen Visa con el piso tan oxidado que uno podía ver las piedras de la calle entre los pies.
Un día inevitable,  nos descubrimos jóvenes en un pueblo que ya no tenía misterios, ni aventuras para nosotros, los maldecidos por el paso del tiempo. En plena adolescencia supimos que vivíamos en un pueblo de viejos. Teníamos que huir de la costumbre, la monotonía, la falta de sorpresas, seguir los instintos de nuestra edad y buscar lugares en donde hubiera nuevos escenarios para descubrir, nuevas expediciones para hacer. Así fue que nos separamos, nos desterramos, nos exiliamos llorando el miedo con los ojos muy abiertos.
Aprendí todo sobre la libertad, porque fui libre. Exploré, me caí, lloré, me peleé, me enamoré, mentí y empecé a decir la verdad. Lo supe todo en esas expediciones. Ahora solo tengo que recordarlo, entenderlo, analizarlo. Pero ahí está toda la verdad, la más pura, esa que proviene de la inocencia, esa que me susurró al oído que ya era hora de irme.  

miércoles, 6 de marzo de 2013

Cazadora cazada


El primer recuerdo que tengo de mi abuelo es su mano, repiqueteando sobre la pared. Sus dedos gruesos, su piel arrugada, las pecas. El resto de su cuerpo  invisible, escondido. Yo tendría 4 años y pasaba, desde los nueve meses, la mayor parte del día en su casa.
Después de almorzar empezaba el ritual: mi abuela lavaba los platos y el agarraba la bolsa de basura y atravesaba el patio hasta el fondo. Era más bien un pasillo que rodeaba la casa en forma de ele, una mitad cubierta de plantas y en la otra un caminito de cemento. Yo esperaba un minuto exacto y salía corriendo detrás de mi abuelo. Cuando llegaba al recodo en el que se unían la pared del costado con la de atrás me frenaba en seco y esperaba. De pronto aparecía la mano y empezaba el juego. Los dedos gruesos se movían de arriba abajo y yo intentaba sin suerte agarrarlos. Entonces la mano desaparecía y volvía a aparecer, pero esta vez estaba tan alta que no llegaba a atraparla. El juego terminaba siempre igual: la mano siete décadas más grande atrapaba a la otra: cazadora cazada. La cara de mi abuelo se asomaba, los ojos muy abiertos y una sonrisa burlona de triunfo. El juego volvía a empezar al día siguiente.
No me acuerdo cuándo empezamos con el ritual, ni cuánto tiempo duró. Pero sé exactamente cómo terminó. No sé si ese día no esperé lo suficiente, o si él se demoró más de la cuenta. Pero cuando llegué al recodo de la pared la mano no apareció. La curiosidad pudo más y violé la única ley de ese juego; esa regla que establecía el papel que cada uno cumplía: seguí avanzando. Caminé detrás de la casa hasta llegar al galpón, donde mi abuelo fabricó mi cuna gracias a su vocación de carpintero, no estaba. Seguí avanzando. Rodeé el galpón hasta un pequeño patio de baldosones y violetas. Ahí lo encontré mirando el piso. En la mano, esa que tendría que haber esquivado la mía, sostenía un cigarrillo. Cuando me vio salí corriendo, agitada, conmocionada.

- ¡El abuelo esta fumandoooo!

Dije apenas crucé la cocina y vi a mi abuela. Enseguida lo escuché, seguía en el patio, resignado me gritó:

-Alcahueta.

Al año siguiente los pulmones de mi abuelo no aguantaron más. En esa casa otra vez a escondidas, se fumó su último cigarrillo. Desde ese día siempre quise decirle que me hubiera gustado haber esperado más detrás de la pared, que me hubiera gustado ser siempre la cazadora


La respuesta

Ser hija única está bastante sobrevalorado. En la práctica no es todo atención, caprichos y amor incondicional.  Es más bien, exceso de atención y soledad. Es bastante duro no tener a nadie a quien echarle la culpa de tus metidas de pata, ni poder hacerle la vida imposible a ese alguien para mitigar el aburrimiento, ni compartir juntos la injusticia de tener padres que te dicen todo el tiempo qué hacer. No tengo idea de como me sentiría  con ese hipotético hermano (siempre lo imagine en masculino y más grande), pero pienso que hay algo de incondicionalidad en los vínculos fraternales. Están a pesar de todo. Por eso, que los regalos fueran sólo para mí no es un beneficio tan emocionante, comparado con la certeza de que, por ejemplo, ninguna vocecita infantil me va a decir en ese tono tan de chillido que tienen los niños: hola tía. 
Ser hija única siempre será una tarea bastante solitaria. Por suerte crecí y me di cuenta que el mundo excede las fronteras de la familia; ese descubrimiento trajo, casi al mismo tiempo, otro: el mundo no significaría nada sin mi familia.
La cosa es que, desde que tengo conciencia tuve esa sensación de soledad. No sé si tiene que ver con ser hija única, tal vez estoy sobrevalorando eso de tener hermanos. En fin, a pesar de haber estado siempre rodeada de personas, me sobrevenía esa sensación de incomprensión constante, de vacío existencial. Así fue como empezó mi relación con la escritura. La adolescencia te vuelve loco, te hace subir y bajar como si estuvieras drogado todo el tiempo, eso sumado mi sensación de eterna Eva en un planeta sin Adanes, me llevaron a inventarme un interlocutor que escuchara todo, no juzgara y me diera la razón siempre. Una especie de amigo invisible (que nunca fui capaz de tener por mi falta de imaginación) en el que podía confiar lo suficiente como para sacarme la basura de adentro sabiendo que no iba a salir corriendo por el olor. Empezó con el típico diario íntimo. Empezó con planteos del tipo “mi mamá se enojó conmigo así que la odio.”  Después no cambió mucho, pero se convirtió en algo más que una necesidad. O al menos quiero que sea algo más que eso, porque realmente me gustaría que hubiera un propósito un poco menos tonto. La gracia de haber escrito todo este tiempo fue que era algo mío, era un espacio en el que podía expresar mi patetismo descarnado. Algo que ciertamente no se le muestra a la gente con la que pretendés tener una relación de respeto mutuo.
Este último tiempo estuve creyendo, de a ratos, que tal vez algún día llegue a ser una escritora respetable. Seria. Nada de cursilerías adolescentes, de patetismos, o amores platónicos. Pero de alguna forma, antes necesito compartir esta especie de diario íntimo con el mundo.  Es una forma rebuscada de dejar de estar sola con mi soledad. Es una vuelta de tuerca, en la que comparto mis peores miserias, mis sentimientos más íntimos, mi verdad y mis miedos al mundo. Un mundo que posiblemente nunca se entere. La cosa es que   esto dejó de ser una novedad hace mucho tiempo: gente escribiendo sus intimidades en la web. Trillado. Además, seguro el mundo tiene otras cosas por las que preocuparse. Así que convengamos que lo hago por mí, imaginando que tengo algo que contar, y que las palabras me van a hacer sentir menos sola, menos perdida. Este blog es un intento por superar el pánico a la hoja en blanco que es mi futuro. Un ejercicio, un ensayo, un forma de encontrar las respuestas a tantas preguntas.