Vistas de página en total

sábado, 27 de abril de 2013

Tratar de volver


El 2 de abril iba a escribir sobre Malvinas, entonces pasó lo impensado. Escribí sobre la inundación. Me levanté pensando en la guerra. Antes de salir me puse un collar que me regaló mi papá. Es un cordón negro del que cuelga un circulo con la imagen de las islas. Están hechas en plástico amarillo: una imitación imposible del oro. Lo tengo colgado en mi casa, pero ese día lo llevé en el cuello como un talismán. Por algún motivo presentí que iba a necesitar algo que me proteja.O eso es lo que pienso ahora. También me puse un sweater azul con dos parches en los codos, una de las pocas cosas que le llegó a los soldados en 1982.
Para mí Malvinas no es soberanía, no es hecho histórico, no es diplomacia. No es Tatcher ni Galtieri. Al menos no es sólo eso. Para mí Malvinas es pérdida. 
Pienso en los pibes enterrados debajo de las cruces blancas, una igual a la otra; sumatoria de vidas robadas, amontonadas, indescifrables  Pienso en los pibes que volvieron heridos en el cuerpo y en el alma. Y pienso en los hombres que todos los días se aferran a la vida y tratan de volver.


Tenía 17 años cuando su documento salió sorteado para hacer el servicio militar. Le dieron la noticia cuando volvió de tomarse una coca con los chicos del barrio, ese día su equipo ganó. Mi abuela lloró tanto que él sintió la necesidad de parecer despreocupado. Igual, esperó la partida con un nudo en la garganta.
Estuvo dos meses cocinándoles a los Oficiales. Para una fiesta le tocó hacer panqueques; servía uno y se comían uno. Vació un pote de 5 kilos de dulce de leche. Durante  dos meses se levantó de noche,  resistió el esfuerzo físico, los gritos, la rigidez y aceptó en silencio las humillaciones como si fueran necesarias. Su cabeza ya no era su cabeza: faltaban esos rulos enloquecidos que antes peinaba con un poco de agua. Le dieron un arma, no le enseñaron a matar. Eso lo aprendió después. Después los subieron a todos a un Hércules, no les explicaron a dónde iban ni para qué. Cuando aterrizaron en Río Gallegos, supo.
Mi papá volvió. Por eso yo escribo esto, 31 años después. Su cuerpo entero, volvió. Mi abuela lo abrazó. Mi abuelo le dio una palmada silenciosa en la espalda. Mi mamá lo conoció y se casó. Su cuerpo entero volvió. Él no.
A veces intento imaginármelo. ¿Qué hubiera sentido yo a los 17 años  disparando un cañón para bajar aviones? Mis preocupaciones a esa edad eran las peleas con mi mamá, el amor no correspondido y decidir qué iba a estudiar en la Universidad.
Cuando mi papá volvió de Malvinas se despertaba llorando o gritando. No podía comer carne. Todos los ruidos lo sobresaltaban. No habló con nadie de lo que vivió allá. Y de a poco dejó de hablar de todo. Se encerró en sus recuerdos. Una muralla lo separó de nosotros, los que no habíamos visto, los que no habíamos sentido.
Es una buena persona y un mal padre. Creo que nunca supo y nunca pudo ser otra cosa.  Mil veces quise entender por qué no estuvo cuando yo necesité que estuviera. Fue más difícil en la infancia. Mi razonamiento consistía en que por algún motivo, que seguro tenía que ver conmigo, no me quería. Cuando uno es chico piensa que los padres tienen que amarnos por el simple hecho de ser nuestros padres. Cuando uno es chico piensa que los padres son superhéroes, incapaces de equivocación, incapaces de maldad. 
Nunca pasé una navidad, un año nuevo, un cumpleaños, un día del padre, unas vacaciones con él. No me enseñó a manejar, a pescar,  a defenderme de los chicos malos. No conozco a la mujer con la que lleva casado 20 años. Nunca fui a su casa. Me enteré de la muerte de mi abuela porque una prima me mandó un mensaje al celular que decía ¿te enteraste que murió la abuela?
Unos días después de ese mensaje lo vi. Charlamos una hora, tomamos mates y me habló de Malvinas.  
-          Ya van a hacer 29 años. Cómo pasa el tiempo, parece que fue ayer.
De ese día hace dos años, no lo vi más. Le mandé algunos mensajes pero no me respondió. Mi papá es una buena persona.  Un hombre que adivino genial y no pude empezar a  conocer. Un hombre al que me parezco como no me parezco a nadie más. Un hombre que todos los días trata de volver. 

viernes, 5 de abril de 2013

Oscuridad y agua


El martes 2 de abril a las seis y cuarto el tren pasó por Tolosa. Antes me había tomado el 143, en un barrio de Capital. Había bajado en Constitución para hacer el último viaje del día a La Plata.
A las seis y cuarto el tren pasa por Tolosa,  en ese momento salgo de mi letargo. Dejo de escuchar la música  a través de los auriculares, abandono la posición de desparrame sobre el asiento.  Me enderezo de golpe y pego la nariz a la ventana como intentando ver más allá de lo posible. Detrás del vidrio las calles son ríos; no hay casas hay techos. Las casillas al borde del arroyo parecen a punto de ser arrancadas de la tierra. Después, oscuridad y agua. Dos asientos más adelante una señora se da vuelta, me mira y mueve los labios como si me estuviera hablando. Me está hablando, pero yo tengo los auriculares puestos. Me los saco y alcanzo a escuchar la pregunta a medias.
-¿… así siempre en La Plata?
-No, no, no sé. La verdad que no sé.
Sigo atontada. Sí sé. No, no llueve así siempre en La Plata. No llueve así siempre en ningún lado.
Cuando el tren llega a destino la gente titubea, se agrupa en las puertas pero no baja. Una señora mayor le pide a su marido que espere, que se siente, “que ella se va a fijar primero”. Esquivo a todos apurada y corro por por el anden. Desde el techo retumba un sonido uniforme y constante. En la entrada lateral de la estación otra vez gente amontonada mirando el agua. Arriba, abajo, cae, corre, se escurre, gotea. Los esquivo y cruzo la avenida desierta hasta la parada del colectivo; el paraguas se retuerce sobre mi cabeza. El cuello se me entumece.
Espero junto a unas veinte personas. Escucho y empiezo a enterarme.  Está lloviendo así desde las cuatro de la tarde, sin pausa. Los colectivos no pasan. No hay luz. No va a parar más. Algunos se cansan de esperar y caminan. Yo ya estoy empapada, tengo frío y también me cansé de esperar. Miro y veo oscuridad y agua, oscuridad y agua. Me da miedo irme, pero empiezo a caminar despacio, dudando. Miro para atrás varias veces. Me apuro. 
Hago tres cuadras, entré en calor de nuevo. Silencio. Cinco cuadras, el agua sale violenta por los caños de las casas, algunos están a la altura de mi cabeza. Algo salta de una pared, no lo veo bien.  Pienso que es una rata, grito y apuro el paso. Diez cuadras, estoy cerca. El agua me llega a las rodillas. Doce cuadras, para mi casa faltan tres. El agua me llega a la cintura y la calle se convirtió en un río que corre hacia la derecha. Dos autos fueron arrastrados contra un árbol, enfrente un contenedor se bambolea. Una señora espera, sola, en la escalera de un supermercado. Un  chico en malla se acaba de bajar de la caja de una camioneta y busca algo con la mirada. Un hombre habla con el kiosquero que se asoma por una ventanita. Yo paso por delante de todos ellos intentando encontrar un lugar para cruzar. Camino en contra de la corriente: en ese momento me parece más seguro buscar otra esquina con menos agua. Hago media cuadra y no puedo más, las piernas me tiemblan, adelante no veo nada. Vuelvo sobre mis pasos. Me paro otra vez en frente de la correntada, la miro. No sé qué hacer.
Mi mamá está a mil kilómetros mirando el noticiero, me mandó un mensaje hace rato preguntándome dónde estaba. Le dije a tres cuadras. Otro mensaje, una amiga me pregunta si ya llegué. Vuelvo para atrás e intento  por otro camino. Esta vez puedo cruzar, pisando con cuidado, con precisión, ordenándole a todos los músculos que se preparen para aguantar. Al llegar a la esquina tengo que tener cuidado, levantar un pie requiere de mucho equilibrio; trastabillo pero hago fuerza y avanzo. Solo veo unos metros delante de mí, el resto es una pantalla negra. Estoy a dos cuadras. Una voz me habla, levanto la cabeza y veo varias sombras resguardadas en la entrada de un banco. Un hombre señala la vereda y me advierte.
- Guarda, creo que ahí se levantó una tapa.
Paso bien cerca del puestito amarillo de diarios y revistas.  Cuando llego a la esquina veo un remolino: la tapa levantada. Me agarro de las chapas de una obra en construcción y paso despacio. Una cuadra. Llego a mi casa.

El miércoles a las 11 de la mañana me entero de los muertos. En ese momento son 25. Un taxista me cuenta  que dos se murieron a la vuelta de mi casa, ahogados por la corriente de agua. Antes, conseguí hablar con mi madre, gracias al teléfono fijo. Le rogué desesperada que me explique. Que busque alguna noticia de la Ciudad y me diga qué pasa afuera de mi casa porque no tengo luz, no tengo plata para comprar el diario y el celular se quedó sin batería. Ella me lo cuenta todo, menos los muertos. El miércoles me asusto en retrospectiva, me doy cuenta que podría no haber llegado a mi casa. A la noche ya escuché muchas historias para saber que yo la saqué barata. 

En La Plata,  el martes 2 de abril la lluvia golpeó todo como una maza. Dicen que llovieron casi cuatrocientos milímetros en cinco horas, cuando el promedio es de setenta en un mes. 51 muertos, según la cifra oficial, pero se esperan muchos más. Cuatrocientas personas duermen amontonados en centros de evacuados.En algunos lugares el agua llegó a los dos metros de altura y la gente buscó refugio arriba de los techos, donde pasaron la noche. O atrapados en sus autos hasta que amaneció y bajó el agua. Otros se ahogaron adentro de sus casas, de sus autos, en el medio de la calle, tratando de salvar a alguien.  Es difícil explicar lo que se impregna en uno. Tres días después, con luz, sin lluvia, con imágenes, sin nubes, con relatos por todos lados, no hay razonamiento posible. La ciudad todavía está en silencio.