El martes 2 de abril a las seis y cuarto el tren pasó por Tolosa. Antes me había tomado el 143, en un barrio de Capital. Había bajado en Constitución para hacer el
último viaje del día a La Plata.
A las seis y cuarto el tren pasa por
Tolosa, en ese momento salgo de mi letargo. Dejo de escuchar la música a través de los auriculares, abandono la posición
de desparrame sobre el asiento. Me enderezo de golpe y pego la nariz a la ventana como intentando ver más allá de
lo posible. Detrás del vidrio las calles son ríos; no hay casas hay techos. Las casillas al borde del arroyo parecen a punto de ser arrancadas de
la tierra. Después, oscuridad y agua. Dos asientos más adelante una señora se
da vuelta, me mira y mueve los labios como si me estuviera hablando. Me está hablando, pero yo tengo los auriculares puestos. Me los
saco y alcanzo a escuchar la pregunta a medias.
-¿… así siempre en La Plata?
-No, no, no sé. La verdad que no
sé.
Sigo atontada. Sí sé. No, no llueve así siempre en La Plata. No llueve así siempre en ningún lado.
Sigo atontada. Sí sé. No, no llueve así siempre en La Plata. No llueve así siempre en ningún lado.
Cuando el tren llega a destino la
gente titubea, se agrupa en las puertas pero no baja. Una señora mayor le pide
a su marido que espere, que se siente, “que ella se va a fijar primero”. Esquivo a todos apurada y corro por por el anden. Desde el techo retumba un sonido uniforme y constante. En la entrada lateral de la
estación otra vez gente amontonada mirando el agua. Arriba, abajo,
cae, corre, se escurre, gotea. Los esquivo y cruzo la avenida desierta hasta
la parada del colectivo; el paraguas se retuerce sobre mi cabeza. El cuello se
me entumece.
Espero junto a unas veinte personas. Escucho y empiezo a enterarme. Está lloviendo así desde las cuatro de la
tarde, sin pausa. Los colectivos no pasan. No hay luz. No va a parar más. Algunos se cansan de esperar y caminan. Yo ya estoy
empapada, tengo frío y también me cansé de esperar. Miro y veo oscuridad y
agua, oscuridad y agua. Me da miedo irme, pero empiezo a caminar despacio, dudando. Miro para atrás varias veces. Me apuro.
Hago tres cuadras, entré en calor de nuevo. Silencio. Cinco cuadras, el agua sale violenta por los caños de las casas, algunos están
a la altura de mi cabeza. Algo salta de una pared, no lo veo bien. Pienso
que es una rata, grito y apuro el paso. Diez cuadras, estoy cerca. El agua me
llega a las rodillas. Doce cuadras, para mi casa faltan tres. El agua me llega
a la cintura y la calle se convirtió en un río que corre
hacia la derecha. Dos autos fueron arrastrados contra un árbol, enfrente un contenedor se bambolea. Una señora espera, sola, en la escalera de un
supermercado. Un chico en malla se acaba
de bajar de la caja de una camioneta y busca algo con la mirada. Un hombre habla con
el kiosquero que se asoma por una ventanita. Yo paso por delante de todos ellos intentando encontrar un lugar para cruzar. Camino en contra de la corriente: en
ese momento me parece más seguro buscar otra esquina con menos agua. Hago media
cuadra y no puedo más, las piernas me tiemblan, adelante no veo nada. Vuelvo sobre mis pasos. Me
paro otra vez en frente de la correntada, la miro. No sé qué hacer.
Mi mamá
está a mil kilómetros mirando el noticiero, me mandó un mensaje hace rato preguntándome
dónde estaba. Le dije a tres cuadras. Otro mensaje, una amiga me pregunta si ya
llegué. Vuelvo para atrás e intento por otro camino. Esta vez puedo
cruzar, pisando con cuidado, con precisión, ordenándole a todos los músculos
que se preparen para aguantar. Al llegar a la esquina tengo que tener
cuidado, levantar un pie requiere de mucho equilibrio; trastabillo pero hago
fuerza y avanzo. Solo veo unos metros delante de mí, el resto es una pantalla
negra. Estoy a dos cuadras. Una voz me habla, levanto la cabeza y veo varias
sombras resguardadas en la entrada de un banco. Un hombre señala la vereda y me advierte.
- Guarda, creo que ahí se levantó una tapa.
Paso bien cerca del puestito amarillo de diarios y revistas. Cuando llego a la esquina veo un remolino: la tapa levantada. Me agarro de las chapas de una obra en construcción y paso despacio. Una cuadra. Llego a mi casa.
- Guarda, creo que ahí se levantó una tapa.
Paso bien cerca del puestito amarillo de diarios y revistas. Cuando llego a la esquina veo un remolino: la tapa levantada. Me agarro de las chapas de una obra en construcción y paso despacio. Una cuadra. Llego a mi casa.
El miércoles a las 11 de la
mañana me entero de los muertos. En ese momento son 25. Un taxista me cuenta que dos se murieron a la
vuelta de mi casa, ahogados por la corriente de agua. Antes, conseguí hablar con mi madre, gracias al teléfono fijo. Le rogué desesperada que me explique. Que busque alguna noticia de la Ciudad y me diga qué pasa afuera de mi casa porque no tengo luz, no tengo plata para comprar el diario y el celular se quedó sin batería. Ella me lo cuenta todo, menos los
muertos. El miércoles me asusto en retrospectiva, me doy cuenta que
podría no haber llegado a mi casa. A la noche ya escuché muchas historias para saber que yo la saqué barata.
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