Yo tuve la suerte de criarme en una familia de clase media que
pudo, por ejemplo, mandarme a una ciudad a mil kilómetros de distancia a
estudiar. Sin embargo, por esas elecciones que uno
toma sin saber en el momento lo que significan me encontré con experiencias
que me pusieron a prueba. Yo creí que entendía, yo creía que sabía, pero la
realidad me superó.
Cuando me vine a estudiar a esta
gran ciudad descubrí que acá los pobres ya son parte del paisaje: en sus carros,
durmiendo en las veredas, pidiendo una moneda. Cuando era chica viaje por primera vez a
Buenos Aires, estaba con mi mamá en un subte y de pronto una nena, que tendría
mi edad, pasó repartiendo tarjetitas a cambio de monedas. Estaba en patas, flaca, sucia. Estaba sola. Nos miramos a los ojos, pero ella me vio sin verme. Su mirada se había desconectado de la realidad. Sus movimientos eran reflejos,
autómatas. En ese momento no entendí, pero me angustié tanto que decidí que nunca más me subiría a
un subte.
Al tiempo de vivir en esta ciudad me
convertí en voluntaria en una ONG que trabaja en asentamientos y villas. Así
los conocí. Lejos de mi familia, hija
única, de repente encontré una mamá adoptiva, cinco hermanos y un amor que ni siquiera hoy entiendo cómo pudo ser: tan
rápido y tan intenso. La cosa es que nos conocimos y nos quisimos.
No fue la primera vez que me
quedé a dormir en su casa, en pleno conurbano bonaerense. Pero siempre
había ido en verano. Las primeras visitas fueron felices, porque uno se las
ingenia para no ver lo que le duele. Pero una noche de invierno, recuerdo que
me acosté con las nenas, Celi de 9 y Cata de 6, en una cama grande. No pude dormir. Nunca me había pasado:
temblar la noche entera, la nariz congelada, y los músculos acalambrados. Me
enrosqué entre las sábanas heladas, di vueltas tratando de encontrar una
posición en la que pudiera retener el calor de mi cuerpo, y por fin me quedé
quieta con los ojos abiertos mirando el techo en la oscuridad. Lloré en
silencio. Por mí, porque había pocas frazadas y demasiadas rendijas
en la pared de madera que rodeaba la habitación. Llore, porque nadie se enteró que yo y esas dos nenas no podíamos dormir. Lloré, porque a pesar del amor que
sentía hacia esa familia adoptiva, daba gracias por haberme criado en otro lugar.
Sentí culpa de haber nacido en un mundo
de camas calentitas para dormir y platos
suculentos para crecer. El amor a veces nos queda chico: porque con amor
no se come, ni se tapa uno en invierno, ni se puede evitar el dolor.
Confirmé que la justicia es una creación del hombre: la balanza, muchas
veces, se inclina para un sólo lado. Porque las personas no son pobres, como son rubias o morochas, las personas están pobres. Pienso en mi infancia, en la felicidad, los juegos, la imaginación alimentando los sueños y los deseos. Pienso en cómo fue la vida conmigo, en mis dolores y mis alegrías. Y sobre todo, me pregunto: ¿por qué? Porque yo sí y ellos no. No lo sé. Porque no soy mejor, los miro y reconozco los mismos deseos, los mismos caprichos, los mismos juegos. Tal vez la diferencia es simple: dónde nacés, dónde te crías, dónde vivís.
En el conurbano bonaerense, las lágrimas de una madre abren un surco en sus
mejillas porque no puede impedir que sus hijos se enfermen, tengan frío o tengan
hambre. Esa madre tendrá que ver cómo crecen y se llenan de impotencia, como
les duele la vida. Tendrá que buscar la forma de explicarles lo inexplicable: tu
vida, la que te tocó, es ésta. Porque vos no tenés lo que te mereces, tenés lo
que te quedó.
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