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viernes, 15 de marzo de 2013

Esa cobardía

"No sé si era feliz. 
Tal vez su felicidad consistía en no preguntárselo.”

La primera vez que me enamoré la llamé a mi mamá y le pedí que se sentara conmigo en el sillón verde y espantoso que teníamos en el living. Antes de hablar, me mire la punta de las zapatillas que asomaban apenas por fuera del almohadón. 
- Tengo novio.
Silencio. Las ideas se estaban acomodaban en la cabeza de mi madre.
 - ¿Quién es?
- Se llama Lucas. Pero él todavía no sabe que es mi novio. 
Listo. Ahí está la clave de lo que vendría más adelante. Tenía cinco años y no sabía que con el tiempo la situación no mejoraría.

Desde pequeña tengo voluntad de Susanita: nací para enamorarme, tener hijos y ser una más. Esa es mi profesión señores. El problema es que siempre me gustó ser esa sombra que pasaba rápido, escapando de las miradas de aquellos, los afortunados en los que depositaba mi arrolladora pasión. Soy una acechadora excepcional,  una cobarde.
Hubo un intento, leve esfuerzo, triste tentativa:

Cuando nos presentaron yo tenía 17 y él un año más. Estábamos en la casa de una conocida y me acuerdo que llevaba una campera de cuero espantosa. Lo mire y no me gustó, con el tiempo me empecé a enamorar. Así de fácil es el amor para mí. Era el chico duro, misterioso y sensible, la mezcla exacta para un buen del melodrama latinoamericano, la persona justa para la Susanita que vive en mí. Parecía que había una especie de atracción entre los dos. Pero nunca estuve segura. Cuando me animaba a pensar que el amor era correspondido, mi alter ego bajo de autoestima salía a flote para decirme  “es tu imaginación”.
Un año más tarde nos fuimos con mis amigas de viaje a una playa cercana. Él también fue y ahí me di cuenta: yo le gustaba.  Cuando volvimos al pueblo, era el día de mi cumpleaños, estábamos todos juntos bailando, riéndonos, emborrachándonos. De pronto lo agarré de la mano y lo arrastré lejos. Ahí, después de muchas vueltas le confesé todo. Fue una confesión pobre, carente de verbos, desarticulada.

 - Un día dije ¡oh Gabriel!, Gabriel, ¿Gabriel?
Con la cara tapada, muerta de vergüenza, borracha.  Mágicamente él entendió.
-A mí me pasa lo mismo.

Era la primera vez en mi vida que un amor platónico dejaba de serlo. Entré en pánico. No sabía qué hacer.Gabriel hacía dos meses que estaba de novio. Ella lo hacía sufrir y yo era una posibilidad. Me dijo que le diera tiempo, que necesitaba pensar, decidir. A la semana me dio el sí.
Dos días después se arrepintió. Me mandó un mensaje y me dijo que tenía que hablar conmigo. Había decidido volver con la novia, darle otra oportunidad, pero igualmente estaba confundido, bla, bla, bla. En realidad, casi no lo escuché. Le dije que entendía, que estaba bien, que fuéramos amigos. Un tiempo después me cuestioné seriamente el no haberlo escupido, o haberle deseado la muerte a los gritos. Hasta en las telenovelas las dejadas no reaccionaban diciendo: “está todo bien, te entiendo, no te preocupes”. Claramente estaba haciendo algo mal.
A partir de ese día mi amor por él se hizo más fuerte, yo había nacido para los amores imposibles. Me fui a estudiar a otra ciudad, mil kilómetros, doce horas de colectivo, una eternidad. Todo el mundo lo predijo: allá vas a conocer a alguien, allá te vas a olvidar. Cuatro años lo amé platónicamente, lo lloré, le dediqué insomnios, y bronca. Hasta que un día se terminó. Y entonces, escribí esto.

******
En el preciso momento en que una amiga, que te vio llorarlo, que estuvo ahí en el instante exacto en el que se te rompió el corazón en unos cuantos pedazos, te dice que siente cosas por él y además te deja ver que ella tuvo mejor suerte y que él también la quiere. Cualquiera diría que en ese instante hacen ebullición un montón de sentimientos: dolor, bronca, vergüenza. Pero,cuando mi amiga me dijo que estaba protagonizando el cuento de hadas que yo había soñado para mí, no sentí nada. Mi mente estaba en blanco, mi cabeza fría. “Me lo esperaba” le dije. Era verdad esa había sido mi pesadilla más recurrente desde que ella me contó que se veían a solas, pero que eran sólo amigos. 
Por mucho que me lo esperara, la confirmación me dejó paralizada. No sé que sentir, no sé qué pensar. Primero me sobrevino una sensación de liberación. Mejor corte para este tortuoso delirio platónico no hay, pensé. También creí que podía manejar con madurez la situación, y si hacía las cosas bien podría salvar mi amistad. Todo eso pensé. Pero,¿cómo se hace para continuar con una amistad después de una cosa así? No la juzgo, porque la lógica me indica que no tengo derecho. Pero cómo hago para no odiar a la persona que se quedó con el papel  de la princesa en mí cuento de hadas. 
 *****
Ahora, perspectiva de por medio, sé que la única culpable fui yo. Está bien, debo confesar que mi mejor amiga dejó de serlo el mismo día en que me enteré de su noviazgo. Pero nunca la culpé, en el fondo siempre supe que yo solita había elegido vivir cuatro años de amor platónico. Fue un golpe serio a mi autoestima, pero también fue un gran aprendizaje. Hasta el día de hoy mis intentos por sacar el romance del plano de las ideas y convertirlo en algo del plano de la realidad, fueron tibios e insuficientes. En mi cabeza las cosas siempre salen bien, siempre hay final feliz. Es un lugar de comodidad, ya lo sé, así es más fácil, nadie sufre, nadie pierde. No estoy orgullosa de esta cobardía, pero hace tanto tiempo que levanto la bandera de “soldado que huye sirve para otra guerra” que no sé ni cómo empezar a creerme valiente. Quedarse a resguardo en la fantasía nos protege de correr riesgos, pero también nos anula. Siempre es más fácil tener un novio que no sepa de mi existencia y menos de nuestra relación. Pero, ya no tengo cinco años, ni estoy sentada en el sillón verde y espantoso que solíamos tener en el living de mi casa. 

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