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jueves, 7 de marzo de 2013

Hermoso infierno grande



Crecí en un pueblo chico, hermoso infierno grande. No había: shoppings, juzgados, terapias intensivas, palomas, McDonald´s, centros culturales, ni universidades. Había: dos semáforos que no andaban, un cine que no sabía de estrenos, calles de tierra, bicicletas en la vereda, dos ambulancias y muchos primos. 
Los cardos rusos eran los únicos que se atrevían a salir a la calle a la hora de la siesta. Los cardos rusos y nosotros. A pesar de estar aislados en esa tierra desconocida que se conoce como “el interior”, crecer en un pueblo fue una aventura.
A los doce años aprendí todo sobre la libertad. A esa edad empezaron las expediciones más temerarias, acompañada por esos amigos de siempre, en las que cruzamos la frontera de la cuadra del barrio para descubrir cada recoveco del pueblo. Con el sol de la siesta en los hombros, con la valentía de sentirse un explorador en un terreno desconocido pero propio, encontramos los escenarios de nuestra madurez: la primera ida al centro en bicicleta; el baldío en el que jugamos por primera vez al juego de la copa; la porción de costa deshabitada en la que nadaríamos sin la custodia de nuestros padres; la casa abandonada a la que le atribuiríamos tantas historias aterradoras; el cementerio que recorríamos de incógnito, leyendo las placas, mirando las fotos, sabiendo que ese lugar era territorio de aventuras porque la muerte era una cosa lejana; el sendero por el que caminaríamos, bordeando los campos, hasta perdernos mientras nos hacíamos entrevistas improvisadas con un grabador de casette; las primeras clases de manejo, en ese Citroen Visa con el piso tan oxidado que uno podía ver las piedras de la calle entre los pies.
Un día inevitable,  nos descubrimos jóvenes en un pueblo que ya no tenía misterios, ni aventuras para nosotros, los maldecidos por el paso del tiempo. En plena adolescencia supimos que vivíamos en un pueblo de viejos. Teníamos que huir de la costumbre, la monotonía, la falta de sorpresas, seguir los instintos de nuestra edad y buscar lugares en donde hubiera nuevos escenarios para descubrir, nuevas expediciones para hacer. Así fue que nos separamos, nos desterramos, nos exiliamos llorando el miedo con los ojos muy abiertos.
Aprendí todo sobre la libertad, porque fui libre. Exploré, me caí, lloré, me peleé, me enamoré, mentí y empecé a decir la verdad. Lo supe todo en esas expediciones. Ahora solo tengo que recordarlo, entenderlo, analizarlo. Pero ahí está toda la verdad, la más pura, esa que proviene de la inocencia, esa que me susurró al oído que ya era hora de irme.  

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